
Algunos presos gritaban con sorna: «¡Viva el rey!». Esa misma noche ya teníamos serias sospechas de que aquello había sido un gran montaje.
Fragmento del libro Autobiografía de Manuel Martínez (Pepitas de Calabaza, 2019)
Septiembre de 1980. En la planta superior de la tercera galería de Carabanchel estaban los presos del GRAPO, de ETA, del FRAP, de Terra Lliure y los independentistas gallegos. También los anarquistas y autónomos. En ese momento —a falta de seis meses para que me pusieran en libertad—, yo ya tenía claro que con las ideas que más sintonizaba era con las anarquistas. En prisión, había accedido primero a lecturas de Marx y Engels que me habían pasado algunos presos políticos (cada uno hacía su proselitismo). Luego pude leer a Bakunin, Proudhon, Kropotkin. Pero más que las teorías sobre el apoyo mutuo, lo que sentía es que por momentos habíamos puesto en práctica esos valores en nuestra lucha dentro de las cárceles, lucha que hizo aflorar lo mejor de nosotros.
La mayoría de los presos de la Comuna de los Anarcas, cuando estaba en libertad, había hecho acciones de apoyo a Copel: lanzamiento de cócteles contra las garitas de la Modelo, butrones para que escapáramos, fugas desde hospitales, quema de archivos judiciales. Se habían jugado su libertad por lograr la nuestra. (Casi treinta años después, cuando falleció uno de ellos, el Cabra, una viñeta lo mostraba fugándose de la vida —¿o era de la muerte?— agarrado a una escala de sábanas que colgaba de la ventana del hospital).
La mayoría de mis amigos de los tiempos de Copel habían muerto o estaban repartidos en celulares en diversas prisiones. Yo me pasaba el día en la Comuna con gentes del GARI, del MIL, de grupos autónomos libertarios de Madrid, Valencia y Barcelona, y de Comandos Autónomos Anticapitalistas de Euskadi (casi todos ellos muy jovencitos, y todos muy buena gente). Comíamos y cenábamos en una celda común. Habían socializado un infiernillo para cocinar que corría de mano en mano.
Tuvimos algunos problemas con los militantes del GRAPO, unos cabezas cuadradas más estalinistas que Stalin. No querían mezclarse con los presos sociales, decían que les robábamos, así que nos prohibieron subir a la planta superior.
Los de la Comuna no se consideraban presos políticos, no querían diferenciarse del resto. Convocaron en asamblea a toda la galería y lograron que se nos readmitiera a mí y a otros presos que hacíamos vida con ellos.
Practicábamos mucho deporte: jugábamos al frontón y al ping pong, y caminábamos el patio arriba y abajo. También organizábamos partidas de ajedrez y parchís, pero sobre todo —y así me fui enterando de cómo funcionaban sus comandos— conversábamos durante horas.

Allí nadie era español. Estaban los vascos y los demás éramos catalanes. Yo les decía: «Oye, que yo soy del barrio de aquí al lado». «Anda, calla», me decían, «tú también eres catalán». Quince días antes de salir en libertad, empecé con el euskera, pero me quedé en el bat, bi, hiru.
En febrero de 1981 llevaba casi cuatro años encarcelado. De ellos, veintiséis meses correspondían a la condena por peligrosidad social (una condena que se había multiplicado en la cárcel). El resto de mi reclusión sumaba dos años y pico y contaba como prisión preventiva por el atraco de Vallecas.
Al Cervera, uno de mis compinches en aquel trabajo, lo acababan de soltar, recién extraditado de Bélgica. Tenía pasta fresca, acababa de atracar un furgón belga. A través de su abogado, le dio medio kilo al secretario judicial.
Pregunté en la Comuna si había posibilidades de obtener quinientas mil pesetas. A mi abogada ya le habían denegado cinco veces mi libertad provisional, pero cuando le dije que andaba tratando de recaudar el dinero, me respondió que ni hablar, que ella estaba en contra de la corrupción judicial y no pensaba comprar mi libertad.
Begoña era una tipa muy implicada en nuestra lucha, había defendido gratis a muchos de la Copel. Fue al juzgado a hablar con el secretario. «Así que denegáis cinco veces la libertad a Manuel Martínez, pero llega su compañero de causa y sale en una semana. Blanco y en botella». El secretario, preocupado por que aflorase su tejemaneje corrupto, accedió entonces a concederme la provisional.

Por un tema burocrático, salí un día más tarde de lo previsto. Ese último día la abogada logró arrancar a las autoridades carcelarias el primer y único vis a vis de mi vida. Con mi madre y una amiga del grupo de apoyo. Mi hermano Pedrito les había pasado unas chinas que yo quería regalar a mis colegas para celebrar que me iba. Me las tragué, envueltas en papel de aluminio.
Los de la Comuna me dieron disuelta en un vaso no sé cuánta cantidad de evacuol, un laxante que ayudaba a expulsarlo todo. Pero se les fue la mano con la dosis, lo que provocó que yo tuviera muchos dolores y que el pestazo fuera insoportable. Sentado en un cubo grande, uno de esos cubos en los que nos entregaban la comida de las familias, pasé toda la noche cagando. Los bordes me rozaban tanto que me estaban dejando marcas, así que tuve que enrollar unos trapos para apoyarme en una superficie más blanda.
Yo allí sentado en plena noche del golpe de Estado. Todo el mundo estaba asomado a las ventanas, contando chistes macabros, con la risa nerviosa, acojonaos. Uno de la Comuna me gritaba: «¡Ese Ness! ¡Que no te vas a ir en bola!». Yo contestaba: «Yo no me iré en bola, pero vosotros tranquilos, ¡iréis al paredón en fila india!».
De pronto se hizo un silencio…
Más tarde salió el rey: «¡Españoles!», y todos pa los cuarteles.
Algunos presos gritaban con sorna: «¡Viva el rey!». Esa misma noche ya teníamos serias sospechas de que aquello había sido un gran montaje.
Vía nortes.me
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